lunes, 5 de enero de 2009

Descambiar el presente

Me gustó mucho el año pasado este artículo de Benjamín Prado. Y como me sigue gustando, por gracioso, por cierto, por certero (que no es lo mismo aunque tanto se le parezca), y por actual (porque un año no es nada y porque seguimos "circulando" como el año pasado), ahí va.

La hora de descambiar.
Por Benjamín Prado. El País. 03/01/2008

Para empezar, a Juan Urbano siempre le había puesto de mal humor el verbo que más se usará en los próximos días, aproximadamente desde el siete de enero hasta mediados de mes: ese insecto de 10 patas con el aguijón delante y la cabeza atrás que va por la selva del diccionario en dirección contraria al del resto de los de su especie y que se llama "descambiar". ¿Por qué descambiar significa cambiar una cosa, si, por ejemplo, deshacer es lo contrario de hacer; o desandar es volver atrás en el camino; o desmentir es negar un embuste, etcétera? Es verdad que la Real Academia Española le ha abierto a ese bicho adulterado el corral de la ortografía, para que entre y se sienta uno más, como hace con tantas palabras horribles, incorrectas y malformadas cuyo pasaporte es el del habla común y cuyo único argumento es que lo dice todo el mundo; lo que equivale a reconocer que si no es cierto que una mentira repetida mil veces se transforme en una verdad, como afirmaban los nazis, sí lo es que un error gramatical que cometan muchas personas durante mucho tiempo se convierte en una parte legítima del idioma. Lo cual es tan raro como lo sería eliminar las raíces cuadradas o los logaritmos de las matemáticas porque la mayor parte de nosotros no sabe hacerlos o, a partir de cierta edad, ya no recuerda cómo demonios se hacían.

Que lo quería descambiar, dice la gente en los mostradores de los grandes almacenes, y a Juan Urbano siempre le había llamado la atención esa palabra advenediza, pero también la riada de consumidores que regresaban después del día de Reyes a los comercios con regalos al revés, si se me permite la expresión: al revés porque los que los llevan a la tienda no son los que entraron en ella para comprar la camisa o los pantalones o el juguete repetidos o de tallas equivocadas, sino su destinatario, alguien que se parece muy poco, por lo general, a la visión que el otro tiene de él: alguien que no es tan gordo, o tan delgado, o que tiene una estatura, un número de pie o, en muchos casos, un gusto que no coinciden en nada con los que se le suponen. A Juan siempre le había divertido pensar en los dependientes que atienden a esos clientes que llegan con los paquetes desenvueltos, los libritos de instrucciones fuera de sus bolsas de plástico y los embalajes de los electrodomésticos rotos y vueltos a armar y que, tal vez, parecen tan difíciles de emparejar con los obsequios que les han hecho, supuestamente, quienes más y mejor los conocen. "¿Será posible?", se dirán los empleados del establecimiento. "¿Te imaginas a ese señor metido dentro de ese pijama? ¿O a esa mujer envuelta en semejante vestido?".

Dentro de cuatro días, correrá por las calles del centro de Madrid y por las carreteras que llevan a algunos polígonos, una riada de seres malinterpretados que van a descambiar, que le dicen. Y en lugares como nuestra Comunidad, donde las rebajas de invierno han comenzado el 1 de enero, se mezclarán con los otros, los que buscan la ganga, el precio increíble, el artículo que acaba de descender de los cielos para ponerse al alcance de la mano. Hasta habrá quien sepa beber al mismo tiempo de las dos aguas y haga un buen negocio con el asunto: me compraron una camisa de 70 euros y la he cambiado por dos de 30, un buen desayuno en el bar de la esquina y unos claveles callejeros para mi chica, o chico, o lo que sea. No está mal.

Juan Urbano envolvió los últimos regalos que tenía para su bonito amor capicúa, su Ana entre todas las mujeres, y cruzó los dedos para que, a partir del siete de enero, ella no fuera otra "descambiadora", alguien a quien, obviamente, él no conocía en realidad, puesto que no le había acertado el gusto; alguien a quien no dejaba de mirar pero en cuyos ojos no había logrado ponerse a la hora de elegir. Qué decepción, si eso ocurría.

Aunque quizás lo mejor que podría pasarnos a todos es que nos devolviesen el dinero, porque vamos a necesitarlo para afrontar las subidas bestiales de electricidad, luz y transporte público que se avecinan y con las que las autoridades quieren fomentar el ahorro, el bienestar social y la lucha contra los atascos y la contaminación en la ciudad. Aunque ésa es otra historia, y ya habrá tiempo de detenerse en ella.

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